martes, 22 de marzo de 2011

13. MISERICORDIA DIVINA

La parábola del Hijo Pródigo es la que más me gusta de todas. Me muestra claramente cómo es la misericordia de mi Padre Dios y lo que yo puedo esperar de Él si me arrepiento honestamente de mis pecados y tomo la decisión de regresar a Él. En los ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola, me topé con una reflexión acerca de la Misericordia del Padre que me gustaría compartir en este espacio.


 “Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo al padre: -Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde. Y él les repartió la hacienda. Llegada la mayoría de edad el hijo pedía la parte de la hacienda que le correspondía. No había algo ilícito en eso, sin embargo, la legitimación de lo que hizo, estaba viciada por un ansia desmedida de libertad. Quería su herencia para irse de abajo de las alas de su padre. Como el hombre que cree desear libertad, pero, en realidad quiere libertinaje. 
"Pocos días después el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino. Cuando hubo gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquel país, y comenzó a pasar necesidad".  
Es increíble como Nuestro Señor puede en dos versículos mostrar el gran misterio del mal, el alejamiento de Dios por el pecado, del vacío que esto deja en el hombre, de la pena que sufren quienes se alejan de Él. Se marchó a un país lejano, fuera de Dios, dándole la espalda a ese padre bueno que le había dado todo lo que quería. Malgastó su hacienda, usando mal de las creaturas y cuando hubo gastado todo sobrevino un hambre extrema…, debemos grabar esto en nuestro corazón; cada vez que el pecado nos seduzca y se disfrace de lo mejor, de lo que más conviene aquí y ahora, darnos cuenta que es mentira; que el pecado trae hambre extrema y hace que uno pase necesidad; la peor de todas es la necesidad de Dios. Nunca es suficiente lo que uno medite sobre eso porque las tentaciones se disfrazan de una u otra forma, pero la felicidad está en la voluntad de Dios, en la virtud, en el bien. Fijémonos pues en ese hijo pródigo pasando necesidad y hambre, lejos del padre, y entendamos que en el pecado no podemos saciar la sed que tenemos en nuestro interior, que es sed de Dios.   
“Entonces, fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le envió a sus fincas a apacentar puercos. Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba”.
Para tratar de entender estos dos versículos, tenemos que tratar de entrar en la mente judía y pensar en la idea que ellos tenían de los puercos: animales impuros –aun hoy les está proscrito comer de su carne-, signo del pecado, de la impureza. Faltaban a la ley si se los comían. Tener que cuidarlos, para un judío, era la cosa más denigrante que les podía pasar, y peor aún, deseaba comer de las bellotas que les daban a esos cerdos y no podía. Démonos cuenta entonces, como Cristo quiere mostrarnos la miseria en la cual nos deja el pecado, la miseria extrema. Para los judíos, que estaban escuchándolo, no había peor cosa que le pudiera graficar más el pecado, que eso que les estaba diciendo. Entonces, tal vez  nosotros podríamos  aplicarla a otra realidad que nos mueva más…
“Y entrando en sí mismo, dijo: -¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros”.
"Y entrando en sí mismo…" Dice San Agustín: “no vayas fuera, vuelve a ti mismo; en el interior del hombre habita la verdad”. De algún modo, un ejercicio espiritual es un entrar en si mismo porque adentro de nosotros mismos, junto con la compañía de la gracia, con la luz de Dios, se produce la conversión. San Alfonso dijo que “la conversión es un milagro más grande que la misma creación del mundo”.
"Y, levantándose, partió hacia su padre. Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente”. 
 El padre estaba esperándolo, lo vio de lejos. 
Todos los días salía y veía si venía 
o no su hijo, preocupado. 
No fue una casualidad que 
justo pasara por la puerta, 
lo estaba esperando. 
Era tal la alegría que tuvo cuando lo vio, 
corrió y lo besó efusivamente.

San Juan de Ávila le rezaba así a Nuestro Señor, tratando de hacernos ver cuánto desea Dios perdonarnos:

Todo término se te hace breve para librar al culpado.
Porque ninguno deseó tanto alcanzar su perdón, 
cuanto Tú deseas darlo:
y más descansas Tú con haber perdonado 
a los que deseas que vivan,
que el pecador con haber escapado de la muerte”.

Dios, Nuestro Señor, desea perdonarnos más de lo que nosotros deseamos ser perdonados. Imagínense entonces, como tenemos que pisotear su Misericordia para que alguna vez nos arriesguemos a no tener la gracia de la conversión.
“El hijo le dijo: -Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo. Pero el padre dijo a sus siervos: -Traigan aprisa el mejor vestido y vístanlo; pongan un anillo en su mano y unas sandalias en los pies. Traigan el novillo cebado, mátenlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado. Y comenzaron la fiesta”.
Desproporción total entre lo que hizo el hijo y lo que hace el padre ahora. Ni siquiera lo escucha, no le recrimina, no le pregunta, no le responde nada, no le importa lo que le está diciendo. Él estaba alegre porque su hijo había vuelto. Así también, a Dios no le importa nuestros pecados, una vez que se los damos para borrarlos, hace de cuenta que no hay nada.
Trata Nuestro Señor que veamos el amor de un padre, que es uno de los amores más fuertes que se da entre nosotros, pero elevado hasta lo inimaginable.
El padre completa la vestimenta que él tenía: le pone las sandalias, el anillo de oro… Para mostrar como en la conversión nosotros recibimos los dones de Dios igual que antes: la gracia, las virtudes sobrenaturales. Y se alegra. Más alegría hay en el cielo por un solo pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión. Alegrarnos por nuestra conversión nos va a ayudar también a alegrarnos de la conversión de los demás. No tenemos que permitirnos caer nunca en la tentación de desconfianza de la misericordia de Dios. Siempre que uno quiera volver a Dios, Dios nos va a estar esperando.
De Caín se puede decir que más grave que el pecado de fratricidio (matar a su hermano), fue el hecho de haber dudado de la misericordia de Dios. Dice Génesis 4,14,: “Dijo Caín al Señor: Mi maldad es tan grande, que no puedo yo esperar perdón.” Y Stroinger comenta: Mi maldad es tan grande: he aquí el primer hombre que no espera perdón. ¡Cuántos pecadores no conocen la grandeza de la misericordia del Padre celestial, e imitan a Caín en esta desconfianza! Este nuevo pecado fue sin comparación mucho mayor que el mismo fratricidio que poco antes había cometido.
Cuánto ofende a Dios dudar de su misericordia! Con que haya un mínimo deseo de que Dios nos perdone, Él ya nos está perdonando, hay que dar el paso.
El cardenal María Martini escribía una vez: El error más grave que podemos cometer en la historia de nuestra vida, la más grave tentación de Satanás a la que podemos ceder es pensar que Dios no puede ser para nosotros. Satanás lo insinúa siempre: no eres digno, no eres suficientemente capaz, has cometido y seguirás cometiendo pecados, eres negligente, el encuentro con Jesús es una especie de privilegio.
En realidad, el Evangelio nos asegura que Cristo Jesús es para cada hombre y para cada mujer de la tierra. “El encuentro con Él debe ser nuestra experiencia, incluso ya lo es: en Él conocemos a Dios y nuestra vocación, nuestra llamada a la salvación, nuestra verdadera identidad”
CARD. MARÍA MARTINI

La parábola del hijo pródigo termina cuando el hijo vuelve; se hace una fiesta; viene el hermano mayor, le hace problemas al padre, el padre le recrimina que debe estar alegre de que volvió su hermano. Nada más se dice del hijo pródigo. Uno podría completar lo que pasó con el hijo pródigo: imagínense que se fue; malgastó sus bienes con prostitutas como un libertino, todo el mundo lo sabía; el padre lo perdona; le da todo; le devuelve el cargo que tenía. Ahora, imagínense al hijo pródigo levantándose al otro día en casa de su padre. Su vida había cambiado por completo, sin duda. Empezó a tratar con mucho más amor a los empleados de su papá que sabían lo que él había hecho; hizo las cosas con mucho más deferencia, poniendo todo de su parte para hacer el bien. Para complacer a su papá; se quedó hasta altas horas trabajando; no le importaba lo que hacía o no su hermano. Él sabía que se había ido; que había malgastado toda su herencia; que lo que estaba recibiendo ahora era todo gratis, todo un regalo; que su padre lo había perdonado.
Por eso, así tiene que ser nuestra vida desde nuestra conversión hasta nuestra muerte. Recordar siempre que hemos hecho grandes cosas contra Dios, que Dios en su infinita misericordia nos ha perdonado, pero, nuestra vida no puede ser igual; no podemos olvidarnos de eso; no podemos dejar de lado de que hemos ofendido a Dios; de que hemos escupido en el rostro de Dios, por más que ese Dios sea tan bueno, que se limpia el rostro, nos atiende y se olvida. Bien, pero yo no puedo olvidarme de eso y tengo que usar eso para buscarlo con todas las fuerzas, para cumplir con Su voluntad, para llegar a la santidad.
Decía el Cardenal Ratzinger: 
“Jesucristo es la misericordia divina en persona: 
encontrar a Cristo significa encontrar 
la misericordia de Dios”